18/3/15

La Gran Cagada


No me molesta que el turkey siempre salga del horno un poco seco.

“Si comes carne cruda, te vas a enfermar o algo peor. ¿Tienes ganas de morirte hoy?”

Eso dijo Madre, como de costumbre, la jefa de la cocina. Le encanta quemar la carne. Es lo que hay. Madre es madre y sus consejos clínicos nadie los puede contradecir.  

Abuela, por otro lado, no teme degustar un poco de sangre. Estoy seguro que después de 8 años en seguida, su famoso y siempre crudo Lechón es el culpable de las horas que paso encerrado en el baño. “La gran cagada”, nombró mi primo Jorge a aquella cena icónica de 2011, que desde entonces se ha convertido en una tradición de nuestro Thanksgiving en familia.

“Hoy rompemos con la tradición”, murmura Jorge, sentado con los otros “niños” lo más lejos posible de Abuela. “Te juro que este año no me iré cagando desde la mesa directico hasta Santo Domingo”.  

Las palabras me inspiran y se me ocurre una fantasía. Ahí estoy yo en el sofá, mirando un juego de football. Tom Brady, el quarterback, lanza la pelota perfectamente.

Y qué linda va la pelota, volando tan libremente por el aire. Parece que nunca regresará a la Tierra. Me preparo para celebrar el touchdown, pero justo cuando por fin la pelota comienza a bajar, oigo entonces las malditas palabras que me devuelven a la realidad de nuestra súper jefa de la cocina y carnes siempre súper cocinadas:

“El lechón ya está listo. ¿Quién tiene hambre?”

Coño. Estoy muerto de hambre, por supuesto, pero no me apetece ni un poco ese lechón.

Pienso en las palabras de Jorge y me vuelve algo de inspiración. Quizás Jorge tenga razón.  Este podría ser el primer año en que veré el touchdown sentado en el sofá sin retorcimientos de barriga sobre el inodoro.  

“¿Qué tal si abandonamos el lechón? Imagínalo como un experimento científico. Causa, efecto. Sin causa, no hay efecto…”

Tengo la certeza de que Jorge dijo “causa y efecto”, pero en medio de mi inspiración oí las palabras “caga y efecto”.

“De acuerdo. Tú  y yo, dos primos embarcando en una misma misión. Y embarcados… El objetivo: no cagar después del Thanksgiving”.

Escondidos a un lado de la mesa, concebimos así un plan que empezaba con Jorge, quien se encargaría de la distracción:


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14:05 - “Abuelaaaaa, ¿me puedes ayudar con algo aquí en la cocina?”

“Claro, ya voy”.

14:07 - Sale abuela y entro yo con dos platos y un solo objetivo: llenarlos con todo tipo de comida, excepto el lechón.  

14:08 Se escucha un bebé llorando. No fue parte del plan, pero también nos sirve. Bien hecho primo Juan y bienvenido a la familia.

Después de dos minutos, la vieja dominicana regresa a la mesa y empieza la segunda parte de nuestro plan.

14:10- “Abuelita, ¡qué rico el lechón!”
“¡Jorge tiene razón, es una delicia!”

14:12- Abuela sonríe amplísimamente y regresa a su asiento.


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La misión fue ejecutada a la perfección. Regreso al juego de football, pero esta vez yo soy Tom Brady lanzándole un pedazo de puerco a Jorge en el Endzone.

Y vuela el lechón, como un ave local desesperada por emigrar al otro lado del océano.

Justo cuando yo ya estaba seguro de que había cambiado mi destino ese año, de que por primera vez íbamos a marcar el touchdown, del otro lado de la mesa salió su inconfundible voz.

“Si les ha gustado tanto, ¿por qué cada uno no se come otro buen pedazo?”

“Pero abuelita querida, ¡estoy tan full que no me cabe ni una pizca más!”

“Siempre cabe un pedacito más. No me contradigan. Carajo. Están flaquitos y tienen que alimentarse mejor. He dicho.”


Lo peor es que Abuela tenía razón. Siempre cabe un pedacito más de carne cruda. Y justo ése sería más que suficiente para asegurar que no se rompiera la tradición terrible de nuestros Thanksgivings, con Jorge y yo los dos corriendo desde la mesa directico hasta Santo Domingo y muchas islas más allá.

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