No me
molesta que el turkey siempre salga
del horno un poco seco.
“Si
comes carne cruda, te vas a enfermar o algo peor. ¿Tienes ganas de morirte hoy?”
Eso
dijo Madre, como de costumbre, la jefa de la cocina. Le encanta quemar la
carne. Es lo que hay. Madre es madre y sus consejos clínicos nadie los puede
contradecir.
Abuela,
por otro lado, no teme degustar un poco de sangre. Estoy seguro que después de
8 años en seguida, su famoso y siempre crudo Lechón es el culpable de las horas
que paso encerrado en el baño. “La gran cagada”, nombró mi primo Jorge a aquella
cena icónica de 2011, que desde entonces se ha convertido en una tradición de
nuestro Thanksgiving en familia.
“Hoy rompemos
con la tradición”, murmura Jorge, sentado con los otros “niños” lo más lejos posible
de Abuela. “Te juro que este año no me iré cagando desde la mesa directico hasta
Santo Domingo”.
Las palabras
me inspiran y se me ocurre una fantasía. Ahí estoy yo en el sofá, mirando un
juego de football. Tom Brady, el quarterback, lanza la pelota perfectamente.
Y qué
linda va la pelota, volando tan libremente por el aire. Parece que nunca
regresará a la Tierra. Me preparo para celebrar el touchdown, pero justo cuando
por fin la pelota comienza a bajar, oigo entonces las malditas palabras que me
devuelven a la realidad de nuestra súper jefa de la cocina y carnes siempre
súper cocinadas:
“El lechón ya está listo. ¿Quién tiene hambre?”
Coño.
Estoy muerto de hambre, por supuesto, pero no me apetece ni un poco ese lechón.
Pienso
en las palabras de Jorge y me vuelve algo de inspiración. Quizás Jorge tenga
razón. Este podría ser el primer año en
que veré el touchdown sentado en el sofá sin retorcimientos de barriga sobre el
inodoro.
“¿Qué
tal si abandonamos el lechón? Imagínalo como un experimento científico. Causa,
efecto. Sin causa, no hay efecto…”
Tengo la
certeza de que Jorge dijo “causa y efecto”, pero en medio de mi inspiración oí
las palabras “caga y efecto”.
“De
acuerdo. Tú y yo, dos primos embarcando
en una misma misión. Y embarcados… El objetivo: no cagar después del
Thanksgiving”.
Escondidos
a un lado de la mesa, concebimos así un plan que empezaba con Jorge, quien se
encargaría de la distracción:
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14:05 -
“Abuelaaaaa, ¿me puedes ayudar con algo aquí en la cocina?”
“Claro,
ya voy”.
14:07 -
Sale abuela y entro yo con dos platos y un solo objetivo: llenarlos con todo
tipo de comida, excepto el lechón.
14:08 Se
escucha un bebé llorando. No fue parte del plan, pero también nos sirve. Bien
hecho primo Juan y bienvenido a la familia.
Después
de dos minutos, la vieja dominicana regresa a la mesa y empieza la segunda
parte de nuestro plan.
14:10- “Abuelita,
¡qué rico el lechón!”
“¡Jorge
tiene razón, es una delicia!”
14:12-
Abuela sonríe amplísimamente y regresa a su asiento.
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La
misión fue ejecutada a la perfección. Regreso al juego de football, pero esta
vez yo soy Tom Brady lanzándole un pedazo de puerco a Jorge en el Endzone.
Y vuela
el lechón, como un ave local desesperada por emigrar al otro lado del océano.
Justo
cuando yo ya estaba seguro de que había cambiado mi destino ese año, de que por
primera vez íbamos a marcar el touchdown, del otro lado de la mesa salió su inconfundible
voz.
“Si les
ha gustado tanto, ¿por qué cada uno no se come otro buen pedazo?”
“Pero
abuelita querida, ¡estoy tan full que no me cabe ni una pizca más!”
“Siempre
cabe un pedacito más. No me contradigan. Carajo. Están flaquitos y tienen que
alimentarse mejor. He dicho.”
Lo peor
es que Abuela tenía razón. Siempre cabe un pedacito más de carne cruda. Y justo
ése sería más que suficiente para asegurar que no se rompiera la tradición terrible
de nuestros Thanksgivings, con Jorge
y yo los dos corriendo desde la mesa directico hasta Santo Domingo y muchas
islas más allá.
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