28/4/15

Quise tener nombre de flor


No, no me dieron nombre, pero siempre quise tener nombre de flor. A Azucena le encantaban las flores. En su jardín tenía muchas, de colores y olores diferentes. Narcisos, azafranes, jacintos, hortensias, petunias. Pero tenía miedo. Un miedo torpe que no la dejaba sola. Un miedo que se le veía en los ojos, que se transmutaba en rabia, en coraje cuando me le acercaba. Un coraje silencioso, como un animal nocturno, casi pasando sin uno darse cuenta. Se le hinchaba el corazón con sangre. Le palpitaba rápido y hondo, como si un puño le golpeara en el pecho, entre los senos. Si era Patricio, igual le palpitaba. Pero las axilas se le llenaban de un sudor rancio. Nunca le conté a nadie eso de Azucena. Saboreaba ese secreto que resguardaba de todos los demás, pero que para ella nunca fue secreto. Siempre supo que yo sabía.

Tenía tres años cuando Esteban me enseñó a leer. Él tenía tres cuando yo nací. Casi nunca le molestaba que yo lo hiciera hacer cosas. Hice que rompiera su alcancía. Ese día caminamos una cuadra y media y compramos paletas de helado revestido de chocolate. Esa fue la primera vez que comí helado. Sentí que el frío me congeló los dientes y me abrió los poros y me dolió la piel. Primero hice que me los diera todos, y luego hice que me viera comer cuatro, después de haberse terminado los dos que le di.

Azucena encontró la alcancía rota en la basura. La vi sacar los pedazos de loza fría con sus manos resecas y huesudas, más frías que la misma cerámica inerte y rota. Me reí hasta que me dolió la panza incluso al respirar. Más tarde esa noche vomité tres veces. El revestido de chocolate lo manchó todo. La almohada, las sábanas, las pijamas y hasta salpicó la alfombra blanca al pie de la cama. Gotitas pequeñitas de chocolate cáustico transformaron la alfombra. Esa noche dormí en el piso de madera y me refrescó los sueños.

No le dije nada a Azucena, pero se dio cuenta dos días después cuando fue a ponerme una toalla nueva en el baño. No le gustó nada. Yo me alegré porque ya no podía soportar el olor. Ese olor a ácido y descomposición. La noche anterior dormí en el piso del baño y aún así, a cada ratito me despertaba y tenía que apretar cerrados los ojos y los labios y contar las ovejitas para no vomitar, y me dormía otra vez y al poquito rato volvía a despertar. Azucena me tomó por el brazo, me gritó varias cosas que no entendí y se llevó las sábanas, la almohada y la alfombrita blanca. Poco después subió de nuevo a mi habitación y trajo una cubeta y un paño para el piso. El olor cambió de ácido y descomposición a pinol, blanqueador y descomposición. Mientras más limpiaba, más fuerte se hacía ese olor a pinol y blanqueador y la descomposición se diluía en el aire.

Azucena no me quería. Nunca me quiso, incluso desde antes de nacer. Siempre se acordaba de cuando estaba embarazada conmigo. Y es que yo no era fácil. Nunca lo he sido. Durante aquellos nueve meses Azucena comía de forma compulsiva. Siempre pescado y otros mariscos. El cangrejo le encantaba y se lo comía por libras. Patricio le traía la masa, sólo la masa, todos los días cuando llegaba del trabajo. El olor era insoportable. También le encantaba el jugo de naranja y a veces se quedaba dormida en frente de su clase de preescolar, sentada en su escritorio. Así, de repente, ya, del todo dormida. 

Al principio Azucena pensaba que todo eso era normal. Lo de los mariscos, lo del jugo de naranja, lo de quedarse dormida a media mañana. Pero luego empezó a reconocer una tendencia, y se dio cuenta de que era yo. Yo la hacía hacerlo. Y, el día en que nací, lo comprobó. Lo supo con certeza y ya tuvo que aceptarlo. Era yo quien dirigía su cuerpo. Su mente no se daba cuenta, creía que todavía ejercía algún tipo de control, pero no, Azucena, no. Tu mente no ejercía ningún tipo de control.

Cuando quise nacer, nací. Hice que se quedara tranquilita, que caminara despacio del aula hacia el pasillo, y que se acostara en el piso. Tenía un vestido estampado de fondo blanco con flores rosadas y azules, y con hojas verdes, pálidas y subidas. Se acostó en el piso encerado brillante, casi sin moverse. Respiraba deprisa y yo hacía que todo se le apretara y luego aflojara. La cara se le llenaba de una consternación que explotaba en lágrimas cada vez. Lágrimas que corrían por toda su cara, por los lados de su rostro, mojándole las orejas, el cabello. Lágrimas que brotaban de los ojos y de la nariz. 

De nuevo apretaba todo, todo, y aflojaba cada vez por menos tiempo. Los niños de todas las aulas, salieron a ver qué acontecía en el pasillo. Muchos comenzaron a llorar. No entendían. Yo traté de calmarlos, pero no pude. El ruido que hacían era ensordecedor. Las profesoras también salieron. Varias trataron de que Azucena les hablara, pero ella no podía. Llamaron a una ambulancia, pero no llegó, al menos no antes de que yo naciera.

Azucena acostada boca arriba, casi absolutamente inmóvil, lloraba y lloraba, y miraba hacia arriba, hacia el techo y las lámparas fluorescentes. Y entonces comencé a salir de su vientre. Y sentía sus entrañas apretar y soltar, apretar y soltar, y la sangre me calentaba los hombros y la cabeza, pero sólo por un breve instante. Mientras más salía, más frío sentía. Una de las profesoras trajo unas frazadas y las puso delante de Azucena. Esa profesora decía algo, no sé qué. El frío me impedía pensar y escuchar y sentir. Me convertí en un ser ausente de pensamientos. 

La profesora le separó bien las piernas a Azucena. Había sangre por todas partes. Azucena comenzó a gritar y yo grité también, igual que Azucena. Aquello me pareció interminable. Casi sentí morirme. Azucena no regresó jamás a enseñar. Mi primer día fuera de su vientre fue su último día con aquellos niñitos. Los extrañó mucho, lo sé y me dio pena.