8/5/15

+ La Lluvia +

La lluvia llena tus ojos. Casi no puedes verme aquí en la aduana, entre la muerte y la vida. Pero me encontrarás atrás de la cortina de lluvia negra que nos separa. Y ese será el fin.
Pero, ¿sabes qué? Nunca me he sentido tan vivo como ahora, con mi vida colgando de los hilos de mis dedos. Gracias por eso. Hay tranquilidad al enfocar completamente en nuestra sobrevida. Una meditación mental sin ninguna preocupación por lo mundano.

Como con qué cocinar para la cena esta noche.
O cómo arreglar mi televisor roto.
Como qué documentos tengo que firmar para el divorcio. 
Como la multa de tráfico que no he pagado.
Como cuánto tiempo durará mi vida insufrible.

Porque aquí, mirando tu cara cuadrada gotear sangre diluida por la lluvia, veo a un dios indescriptible.  Un dios que yo no pude encontrar en treinta años de iglesias y veneración. Un dios crudo.

Con una santidad oxidada. 
Con sus orillas rasgadas como ropa vieja.
Con sangre en su cara y lluvia en sus ojos.
Con mi vida insufrible en sus manos gruesas.

            ¿Qué pasará cuando los hilos se rompan? ¿Qué pasará cuando caiga a la profunda columna de esta ciudad, que brilla frenéticamente a pesar de la manta de lluvia que nos envuelve? ¿Me sentiré libre finalmente? ¿Me recordarás en tus últimos momentos, tu dios con tu vida en sus manos gruesas? 

No creo que haya sentimientos o pensamientos adonde voy.
Pero quizás te extrañaré.



El jardín

Siempre me daba cuenta cuando comenzaba a llover. No importaba donde estuviera. El olor a tierra mojada me humedecía la nariz. Me llenaba la cabeza de gotitas de agua que querían volver a su lugar de origen. Por eso me hacían estornudar y estornudar, y los ojos se me rebosaban de agua. Pero sólo hasta que la llovizna dejara de ser y se tornara lluvia. Entonces el olor se disipaba y mi nariz y mi cara volvían a ser mías.

Cuando llovía fuerte, me gustaba sentarme en la terraza. Me sentaba en la parte techada y miraba la lluvia caer sobre las flores de Azucena, sobre la grama, sobre la tierra. A veces me pasaba horas estudiando el ritmo de la lluvia. Tenía un ritmo, aunque nunca supe cuál era la cadencia exacta, pero sí sé que tenía ritmo. A veces la lluvia lloraba de rabia, otras veces de un dolor muy profundo, y a veces hasta de felicidad. Esas eran lagrimitas dulces y livianas, muchas, muchas.

El jardín era grande. No era nada extraordinario, pero de primavera a otoño, pasaba por una especie de metamorfosis y luego otra y otra. Las flores cambiaban con cada estación. Los colores comenzaban tenues, temprano en la primavera. Luego subían de tono, como si el color y el calor fueran un reflejo, el uno del otro. El calor se miraba en el espejo. El jardín, día tras día, se iba apoderando de un poquito más de esa voz, que estallaba a mediados de julio, y que comenzaba de nuevo a silenciarse lentamente.

La metamorfosis dejaba plantas moribundas que se quedaban atrás, resecas, amarillentas y flácidas, como el paisaje olvidado atrás en un trayecto en carro, a alta velocidad y con la brisa en la frente y en el pelo. Ante el esfuerzo de las nuevas flores y del nuevo verdor de apoderarse del paisaje y de esconderlas, no les quedaba ningún remedio a las flores moribundas. El olvido era el antídoto del jardín. Eran reemplazadas por verde y por tantos otros colores brillantes, tan brillantes que ni siquiera puedo distinguirlos entre sí.

Todo aquello, cuidadosamente orquestado por Azucena. El jardín era que su orquestita. Era lo único que realmente podía controlar, e incluso aquello, lo controlaba a medias. Y cuando se le morían plantas fuera de tiempo siempre las reemplazaba con otras de igual tamaño y color. Con fotocopias florecidas. Azucena era la memoria, el antídoto contra el antídoto del jardín.

Una tardecita, ya casi anocheciendo en la primavera, encontré a Esteban pensando groserías de mí. Yo estaba en la terraza esperando por más lluvia. Contando las gotas que caían en una cubetita de metal podrido. La única que Azucena dejaba afuera, y con la que muchas veces yo solía jugar. Él estaba en el jardín buscando lombrices. Las acechaba. Lombrices moribundas como las plantas a las que les tocaba el antídoto del olvido, agonizantes, tratando de evitar ahogarse en el suelo empapado.

Entonces Esteban las agarraba con las manos, así sin nada, sin que le diera asco, y las ponía en un envase de mayonesa vacío. Lo miré, y él, casi al unísono, me miró con una lombriz en la mano. Yo lo supe en ese mismo instante. Estaba pensando pensamientos horribles de mí. Esteban pensaba que yo estaba desnuda en frente suyo y me miraba con ojos llenos de sorpresa. Una sorpresa que se sentía como un alfiler atravesándome desde las plantas de los pies hasta la piel de los senos y más arriba, muy hondo en mi garganta. Luego se distrajo un poco, pero su distracción duró menos que un respiro, mientras ponía la lombriz en el envase. Y volvió a mirarme. Y entonces de nuevo supe lo que él estaba pensando de mí.

En ese momento, sentí que el alfiler se multiplicó, y ya no uno sino cientos de alfileres me atravesaban toda la piel. Desde el cráneo hasta debajo de las uñas. Mis pelos se hacían y deshacían a cada instante como de fino metal. Cada poro era un animal vivo.

Me levanté de la silla de un salto e hice que Esteban comiera tierra. Sí, tierra. Puños llenos de tierra, uno tras otro. Hice que excavara tierra con sus manos y que se pusiera los puñados de tierra en la boca, una y otra vez. Su encía desapareció y también sus dientes. De la cara a todo el cuerpo. La tierra lo cubrió por completo. Los ojos le comenzaron a brotar de la cara, como si se hubieran desprendido de sus huecos. Tenía un río de lodo desbordado corriéndole por la barbilla y el cuello. Tenía ya tierra en la nariz, llenándole las fosas nasales y hasta la frente por dentro, cuando Azucena se dio cuenta de lo que estábamos haciendo. Agarró la palita de metal con la que sembraba sus flores, y gritó un grito espeluznante. Gutural, como un animal que acaba de ser mordido profundamente y de manera mortal. Como una fiera que al darse cuenta de que está herida de muerte, se aferra más a la vida.

Me haló por el cabello y me dio con la pala en la cabeza. Me dolió tanto que ni siquiera supe dónde me golpeó esa primera vez. No pude localizar el punto exacto del dolor, y mucho menos pude hacerlo la segunda o la tercera vez. Y perdí la cuenta. Azucena no ayudaba a Esteban, sólo me golpeaba a mí. Siguió, y no pude hacer nada para defenderme. Entonces me relajé y comencé a flotar. Y me metí en una especie de útero imaginario del que no planeaba salir jamás. Un útero mojado, hecho de lluvia, de grama saturada y de lombrices agonizantes.

Mi cuerpo se relajó, incluso mi frente y mis hombros. Y la boca se me abrió por completo. La piel, los músculos, la mente. Me abrí entera al mundo y ya no pensé nada. Cuando desperté en el hospital, Estaban estaba muerto. Lo intuí de inmediato. Yo lo maté. Y mi cabeza estaba rasurada. Como castigo. O como trofeo. Tenía puntos en todo el cráneo y en la cara. No me vi en el espejo, a pesar de que había uno en la habitación. Tal vez, incluso dos. Pero sé que con todos aquellos puntos y moratones, debía parecer un verdadero monstruo. Un monstruo incapaz de morir, muy diferente de Esteban. Y a la vez un monstruo, como él, también muerto.