Franco nunca creyó en Dios.
Nunca creyó en la inocencia de las personas o en su generosidad o en su bondad.
Él no entendía cuál era el sentido
de confiar en los otros. Lo que sí entendía a pesar de todo era el sabor de la
sangre que él saboreaba. La sangre en su boca se mezclaba con el agua de la
lluvia y su propio sudor. Esa mezcla dulcemente repugnante le hizo recordar a
su primera esposa, Jen.
La muerte de Jen tenía ese
mismo sabor. Esa sangre que se salía de la cabeza de Franco y entraba por su
boca, reentraba a su propio cuerpo. Era un ciclo eterno que amenazaba con
romperse cuando se rindiera.
Franco también entendía que
probablemente iba a morir en un instante cuando cayera al precipicio, que se
iría junto a su hijo Tomo al infierno. Porque todos los pecadores van
directamente al infierno, ¿no?
Cuando ya no pudo más, Franco
se soltó y su cuerpo empezó a prepararse para el impacto. Pero no hubo impacto,
no. Kinos, con sus brazos enormes de metal, lo sostuvo con la tremenda fuerza
que aún tenía y lanzó a Franco de vuelta a la azotea, fuera de peligro.
Después de haber sido
envenenado, Kinos aún conservaba suficiente energía como para haber saltado
desde el otro edificio y rescatar ahora a Franco. Y Franco bien sabía que le tendría
que devolver el favor a Kinos. Pero en ese momento no pudo decir nada; apenas
podía respirar sin ahogarse en su propia sangre.
Kinos se arrodilló y habló
sobre lugares y paisajes que Franco nunca podría ver ni creer. Franco supuso
que aquel androide de piel pálida le estaba hablando sobre el paraíso. Le hablaba
de un paraíso sin límites, hermoso y a punto de quedar olvidado en el tiempo.
Franco deseó ir al paraíso del
que Kinos le hablaba, ansió visitar ese mundo de las memorias digitales de un androide.
De pronto, Kinos pareció
hacerle un gesto de despedida y enmudeció. Se reclinó apenas contra la pared y
falleció.
La bendita paloma blanca que
Kinos había sostenido por todos estos días finalmente se soltó y empezó a volar
hacia su libertad.
Voló hacia arriba, hacia otro lugar al que Franco nunca podría ir.
Voló hacia arriba, hacia otro lugar al que Franco nunca podría ir.
Entendió que hoy no podría ir
a ningún lugar. No pudo ir al infierno con Tomo, ni al paraíso con Kinos, ni al
cielo con un estúpido pájaro sin color. Para Franco, esto sería el limbo. Ya nunca
escaparía de este lugar. Sonrió. Con una sonrisa de androide. O de loco. Franco
también se reclinó contra la pared. El último de los humanos iba a morir en un
limbo. Estupendo.