3/5/15

Querido miércoles 4 de junio de 2014 [21]

Franco nunca creyó en Dios. Nunca creyó en la inocencia de las personas o en su generosidad o en su bondad.   Él no entendía cuál era el sentido de confiar en los otros. Lo que sí entendía a pesar de todo era el sabor de la sangre que él saboreaba. La sangre en su boca se mezclaba con el agua de la lluvia y su propio sudor. Esa mezcla dulcemente repugnante le hizo recordar a su primera esposa, Jen.   La muerte de Jen tenía ese mismo sabor. Esa sangre que se salía de la cabeza de Franco y entraba por su boca, reentraba a su propio cuerpo. Era un ciclo eterno que amenazaba con romperse cuando se rindiera.   Franco también entendía que probablemente iba a morir en un instante cuando cayera al precipicio, que se iría junto a su hijo Tomo al infierno. Porque todos los pecadores van directamente al infierno, ¿no?   Cuando ya no pudo más, Franco se soltó y su cuerpo empezó a prepararse para el impacto. Pero no hubo impacto, no. Kinos, con sus brazos enormes de metal, lo sostuvo con la tremenda fuerza que aún tenía y lanzó a Franco de vuelta a la azotea, fuera de peligro.   Después de haber sido envenenado, Kinos aún conservaba suficiente energía como para haber saltado desde el otro edificio y rescatar ahora a Franco. Y Franco bien sabía que le tendría que devolver el favor a Kinos. Pero en ese momento no pudo decir nada; apenas podía respirar sin ahogarse en su propia sangre.   Kinos se arrodilló y habló sobre lugares y paisajes que Franco nunca podría ver ni creer. Franco supuso que aquel androide de piel pálida le estaba hablando sobre el paraíso. Le hablaba de un paraíso sin límites, hermoso y a punto de quedar olvidado en el tiempo.   Franco deseó ir al paraíso del que Kinos le hablaba, ansió visitar ese mundo de las memorias digitales de un androide.  De pronto, Kinos pareció hacerle un gesto de despedida y enmudeció. Se reclinó apenas contra la pared y falleció.  La bendita paloma blanca que Kinos había sostenido por todos estos días finalmente se soltó y empezó a volar hacia su libertad.   Voló hacia arriba, hacia otro lugar al que Franco nunca podría ir.  Entendió que hoy no podría ir a ningún lugar. No pudo ir al infierno con Tomo, ni al paraíso con Kinos, ni al cielo con un estúpido pájaro sin color. Para Franco, esto sería el limbo. Ya nunca escaparía de este lugar. Sonrió. Con una sonrisa de androide. O de loco. Franco también se reclinó contra la pared. El último de los humanos iba a morir en un limbo. Estupendo.

 



Franco nunca creyó en Dios. Nunca creyó en la inocencia de las personas o en su generosidad o en su bondad. 

Él no entendía cuál era el sentido de confiar en los otros. Lo que sí entendía a pesar de todo era el sabor de la sangre que él saboreaba. La sangre en su boca se mezclaba con el agua de la lluvia y su propio sudor. Esa mezcla dulcemente repugnante le hizo recordar a su primera esposa, Jen. 

La muerte de Jen tenía ese mismo sabor. Esa sangre que se salía de la cabeza de Franco y entraba por su boca, reentraba a su propio cuerpo. Era un ciclo eterno que amenazaba con romperse cuando se rindiera. 

Franco también entendía que probablemente iba a morir en un instante cuando cayera al precipicio, que se iría junto a su hijo Tomo al infierno. Porque todos los pecadores van directamente al infierno, ¿no? 

Cuando ya no pudo más, Franco se soltó y su cuerpo empezó a prepararse para el impacto. Pero no hubo impacto, no. Kinos, con sus brazos enormes de metal, lo sostuvo con la tremenda fuerza que aún tenía y lanzó a Franco de vuelta a la azotea, fuera de peligro. 

Después de haber sido envenenado, Kinos aún conservaba suficiente energía como para haber saltado desde el otro edificio y rescatar ahora a Franco. Y Franco bien sabía que le tendría que devolver el favor a Kinos. Pero en ese momento no pudo decir nada; apenas podía respirar sin ahogarse en su propia sangre. 

Kinos se arrodilló y habló sobre lugares y paisajes que Franco nunca podría ver ni creer. Franco supuso que aquel androide de piel pálida le estaba hablando sobre el paraíso. Le hablaba de un paraíso sin límites, hermoso y a punto de quedar olvidado en el tiempo.


Franco deseó ir al paraíso del que Kinos le hablaba, ansió visitar ese mundo de las memorias digitales de un androide.

De pronto, Kinos pareció hacerle un gesto de despedida y enmudeció. Se reclinó apenas contra la pared y falleció.

La bendita paloma blanca que Kinos había sostenido por todos estos días finalmente se soltó y empezó a volar hacia su libertad. 
Voló hacia arriba, hacia otro lugar al que Franco nunca podría ir.

Entendió que hoy no podría ir a ningún lugar. No pudo ir al infierno con Tomo, ni al paraíso con Kinos, ni al cielo con un estúpido pájaro sin color. Para Franco, esto sería el limbo. Ya nunca escaparía de este lugar. Sonrió. Con una sonrisa de androide. O de loco. Franco también se reclinó contra la pared. El último de los humanos iba a morir en un limbo. Estupendo.

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