La estatua
Hoy era el día. La mañana era hermosa. Desde el malecón,
Pedro miraba a lo lejos, soñando despierto con su gran amigo
sobre lo que encontrarían allá “donde acaba el cielo y
comienza
el sky”. Poco a poco en el cielo aparecía una pared gris,
poderosa e impenetrable.
Hoy lo harían. El grupo de pescadores preparaba sus botes.
También Pedro y Carlos, pero para ir un poco más allá del
horizonte. Aunque pequeño y frágil, su bote estaba listo.
Irían
con un tercer tripulante, grande y pesado: la esperanza.
Zarparon. Comenzaron a alejarse de los demás. El mar y la
temible sombra gris en el cielo jugaban agresivamente con el
bote. Pedro y Carlos, entre olas y arena, algas y pedazos,
silencio y agonía, se dieron cuenta de que nunca llegarían y
que
su historia quedaría en el fondo del mar.
A la mañana siguiente, un grupo de personas llegó al malecón
para recibir a sus familiares pescadores. Todos regresaron,
menos aquellos dos amigos de infancia. Nadie los esperó. En
realidad, nunca nadie los esperaba. Pero sí la estatua,
aquella
que fue testigo de las múltiples pláticas y la preparación
para la
aventura. Ella siempre los esperaba. Esta vez tardó días en
limpiar las gotas, ya secas, de la tormenta en sus mejillas,
por
no saber si lo habían logrado. Y la verdad es que nunca
nadie lo
supo.