“¿Verdaderamente
intentas matar a más que una docena con una bomba tan pequeña?”
Las
palabras incendiaron en el hombre barbudo un terror incapaz de ser encendido
por todas otras excepto aquellas llevadas por la voz gutural filtrándose hacia
adentro por debajo de la puerta de un hombre que abriga a judíos, y la pregunta
de adónde se fueron las monedas que amenazó a Pinocho. Pero no fue la idea de
un falo brotando de su cara, ni nada relacionado con su propio nariz, que al varón le puso su corazón
a latir como golpes en la puerta antedicha. Más bien, él temió que los otros
cogieran un tufillo del pelo quemado y azufre que pronto iba a cruzar el umbral
desde la conversación hasta la realidad. Por lo tanto, con las cejas alzadas
como si estuvieran unidas a hilos, él miró a su titiritero.
Como un
par de tijeras a las cuerdas de una marioneta, la voz de una pasajera vecina
cortó la silencia.
"¿Bomba?" ella preguntó, con su frente surcada como la parcela que contendría su cadáver. Dentro de la piel de poliéster de la maleta, el tictac de su corazón se paró.
"¿Bomba?" ella preguntó, con su frente surcada como la parcela que contendría su cadáver. Dentro de la piel de poliéster de la maleta, el tictac de su corazón se paró.
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En su
teoría de luz y color, Goethe alabó el amarillo en particular. Según el alemán,
ello fue el matiz más cercano a la luz misma, y poseía la naturaleza del
brillo, y un carácter alegre, sereno, y suavemente emocionante. Pero hay que
preguntarse: si sus cuencas vacías otra vez contuvieran ojos,
¿qué pensaría el filósofo de las flamas amarillas que rasgaron por el vagón del metro como un hombre el celo por la ropa de su amante, y incineraron carne y hueso como si fueran arrancadas de los carretes de un anuncio de la campaña de Lyndon Johnson? ¿Se puede haber nobleza en eso, o en las estrellas sembradas en los vestidos de los polizones en la casa del obscurantista, o en el color de la cara de Pinocho después de colgar por sus mentiras? Tal vez el azul, que da la sustancia a un lago prostrado a los pies de una montaña, y, cuando se lo ve en los ojos de una mujer, envía al hombre lo más cerca del cielo que puede conseguir sin comprar un billete de avión, habría sido la mejor opción.
¿qué pensaría el filósofo de las flamas amarillas que rasgaron por el vagón del metro como un hombre el celo por la ropa de su amante, y incineraron carne y hueso como si fueran arrancadas de los carretes de un anuncio de la campaña de Lyndon Johnson? ¿Se puede haber nobleza en eso, o en las estrellas sembradas en los vestidos de los polizones en la casa del obscurantista, o en el color de la cara de Pinocho después de colgar por sus mentiras? Tal vez el azul, que da la sustancia a un lago prostrado a los pies de una montaña, y, cuando se lo ve en los ojos de una mujer, envía al hombre lo más cerca del cielo que puede conseguir sin comprar un billete de avión, habría sido la mejor opción.
Si este
delirio de grandeza realizado hubiera sido para Dios como la llamada enésima de
“Mónica de la Oficina” que hace una mujer llevar a los niños y salir, quizás
Goethe habría estado entre las huestes celestiales llevadas por Jesús para
destripar a los pecadores del mundo. Si fuera así, posiblemente se podría
incluso aprovechar de la oportunidad de clarificar el problema del pigmento,
antes de ser condenado a una eternidad llena de niños gritando y Legos debajo
de los pies. Lamentablemente, ahora más
semejante al lechón que el hombre en apariencia, pareció que el cruzado
crujiente en cuya mente esta farsa se incubó tuvo tanto éxito en lograr la
Segunda Venida como los miembros del Heaven’s Gate tuvieron en la respiración. En
consecuencia, por el momento, resucitar a los muertos se quedaría imposible
para todos excepto los tomadores de Viagra.
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Moteada
con ceniza como manchas de hígado y botando el petróleo con un siseo similar al
escape del aliento de pulmones empañadas por cigarrillos, la cáscara del vagón adecuó
al perfil del público objetivo del inductor de la erección tan bien que
probablemente empezaría a recibir ofertas de una prueba gratis, si no estuviera
tan envuelta en flamas como interesar al diablo en comprar un tiempo compartido
dentro de ella. Sin embargo, Lucifer no fue el único cuya atención ella llamó:
después de todo, como notó Platón hace dos milenios, ya sea en el escenario o
en el accidente que se pasa en la carretera, la condición humana es saborear la
tragedia, con tal de que pertenezca a otra persona.
Desafortunadamente, después de la explosión inicial, no había mucha actuación que ver. El humo onduló por el túnel del metro como tinta dejada caer en un vaso de agua, hasta que el encanto de esperar para discernir cadáveres en los restos se disminuyó a lo de tomar un trago de la bebida contaminada. Mientras tanto, el hijo bastardo del activismo de sillón y deber cívico– la llamada al 911– siguió haciéndose más atractivo mientras la idea del heroísmo emborrachó al los espectadores; de pronto una ráfaga de clics en los teclados, suficiente para hacer los viejos e impotentes rabiar acerca de la dependencia en la tecnología de la generación del milenio, resultó.
Desafortunadamente, después de la explosión inicial, no había mucha actuación que ver. El humo onduló por el túnel del metro como tinta dejada caer en un vaso de agua, hasta que el encanto de esperar para discernir cadáveres en los restos se disminuyó a lo de tomar un trago de la bebida contaminada. Mientras tanto, el hijo bastardo del activismo de sillón y deber cívico– la llamada al 911– siguió haciéndose más atractivo mientras la idea del heroísmo emborrachó al los espectadores; de pronto una ráfaga de clics en los teclados, suficiente para hacer los viejos e impotentes rabiar acerca de la dependencia en la tecnología de la generación del milenio, resultó.
Así fue
que nadie se dio cuenta de algo levantarse desde dentro del vagón. A su
crédito, ello entró en el campo de visión como poco más que una masa negra, trinchando
por el humo como una mosca flotando hasta la superficie de un vaso turbio. No
obstante, como el nariz de Pinocho, se creció en tamaño hasta ponerse largo y
delgado, y entonces se separó de las características de la marioneta a brotar
extremidades.
“Hay
alguien vivo ahí dentro!” exclamó un hombre.
“Mil
demonios!” dijo otro a gritos.
En otra
época, quizás se hubiera visto la divinidad en la manera en que la piel de la
figura brillaba en la luz fluorescente mientras saltó de las ruinas,
deslizándose a través de vapor como si ninguna sustancia excepto su propia
voluntad fuera requisito para trazar sus pasos. Pero en la plata de sus ojos y
su cabello tocado por Midas había avaricia, y todos podrían verlo cuando él
apuntaló su gorra con el dedo medio.
“No,”
él dijo en respuesta. “Solo uno.”